El autor hace reflexiones brillantes sobre la encíclica “Spe Salvi” de Benedicto XVI. Uno de sus principales objetivos es mostrar la centralidad antropológica de la esperanza. Es una actitud que tiene relación con el ser mismo del hombre. La vida sólo puede tener sentido cuando hay esperanza, por eso la persona está llamada a un continuo aprender a confiar en Dios. Cuando el cristiano espera, su existencia cambia en profundidad. La esperanza reafirma la orientación del hombre a Dios que es connatural a su carácter creatural.
Otra idea que subyace en todo este estudio es el carácter comunitario y cósmico de la esperanza, frente a una concepción individualista de quien solo se interesa por su salvación personal. Hace referencia a la Iglesia y a su peregrinar en la historia. El cristiano espera en nombre de la entera humanidad. Más aún, en nombre del cosmos en su conjunto, pues la creación material será transformada, en la consumación escatológica, por la gracia de Dios. Por eso ama y aprecia el mundo. La meta de la esperanza es la reunión en torno a Dios de la humanidad redimida. Por eso estimula al compromiso con los demás, a contribuir al bien de los que nos rodean y de todos los hombres.
Hay una relación muy estrecha entre esperanza y fe. El fundamento de la esperanza es la fe en el amor que Dios nos tiene. La fe es la sustancia de las cosas en las que se espera. Cristo es el centro de la fe. Por eso la esperanza posee la capacidad de sostener la existencia del creyente en todas sus dimensiones, con todas las peripecias, alegrías y problemas que implica cada vida concreta.
La esperanza lleva a obrar. Sus principales acciones son el crecer en el amor a Dios, amar al prójimo y al mundo pues es la misión que le ha sido confiada: incidir positivamente en la historia. Impulsa a dilatar el propio corazón y abrirlo a todos. El cristiano ha de dar razón de su esperanza con obras de amor y de servicio. Aportar ilusión, optimismo, alegría y sentido. Así se entiende la relación honda que hay entre esperanza y amor. Se da una cierta circularidad. El deseo impulsa a buscar la unión con el ser amado. La unión produce gozo, alegría, y con ello reafirma el amor e incita a desear una unión aún más estrecha y profunda.
La vida eterna como objeto de la esperanza ha de comprenderse como una vida que participa del dinamismo de la vida trinitaria. En virtud de la gracia comienza aquí, aunque no sea en plenitud. Se trata de la inmanencia de la meta en el camino.
Lo primero que favorece la esperanza es la oración y la adecuada orientación de la vida afectiva. La oración juega un papel decisivo porque lleva a la conciencia de la cercanía de Dios y al trato personal con Él. De modo especial la oración contemplativa porque brota desde lo hondo del corazón, purifica el alma, acrecienta el deseo de Dios y en ella se aprende a amar. Nuestra vida afectiva ha sido dañada por el pecado. Por eso es necesario el esfuerzo y la lucha para purificarla e instaurar una jerarquía y un orden en los afectos, es decir orientarlos hacia un auténtico y generoso amor a Dios y a los demás.
La experiencia del dolor y el sufrimiento ayudan a crecer en esperanza al encontrar su sentido y asumirlo serena y gozosamente con la mirada puesta en Cristo redentor. La conciencia de que habrá un Juicio implica una fuerte llamada a la responsabilidad. Seremos juzgados por nuestras obras de amor. El Juicio divino nos habla del pecado, pero sobre todo del triunfo de Cristo sobre el pecado, sobre el sufrimiento y la muerte. La misericordia divina nos ofrece la posibilidad del perdón, de cambiar y llegar así a la alegría y a la plenitud de la vida futura.
Cristo fundamenta nuestra esperanza. En Cristo se manifiesta la plenitud del amor divino. En Cristo tenemos la certeza de la victoria sobre el pecado y sobre la muerte. En Cristo se nos da a conocer que el estado final al que es convocada la humanidad es vida eterna, vida plena, vida conformada por un amor sin límites, que no está expuesto ni al engaño ni a la caducidad.