La lectura como conquista de la libertad.

Existe el prejuicio de que una persona que lee tiende a la pasividad. Al lado de esas mujeres y hombres de acción que parecen vivir para la aventura de tomar decisiones importantes, el lector es un ser extraño. Sentado en un sillón, mueve con agilidad los ojos, y sólo de vez en cuando esboza una tímida sonrisa o cambia la posición de sus piernas. Eso es todo lo que hace. El emprendedor, en cambio, está en constante transformación y siente a cada instante el peso de su misión: hacer que le rinda el tiempo.

A veces confundimos fácilmente la verdadera libertad con la acción. Pensamos que la esencia de la libertad es la capacidad de elegir permanentemente entre opciones diversas y que, por lo mismo, mientras más decisiones tomamos, más libres somos. Es esta una visión demasiado económica de la libertad: convertir nuestra existencia en un paseo constante por un centro comercial. Por eso nos sentimos tentados a ir cada vez más rápido, para así poder obtener la mayor cantidad de productos. El drama es que muchas veces no nos damos cuenta de que por ese camino corremos el riesgo de suplantar nuestra identidad más profunda, esas aspiraciones que le dan un sentido más humano a nuestra vida, por la sensación de estar haciendo algo útil. Y si todo en nuestra vida termina siendo medido según la utilidad, entonces será imposible que nuestras relaciones con otras personas sean genuinas.

La libertad está mucho más relacionada con la lentitud que con la velocidad. Naturalmente que la rapidez de la decisión puede ser más bien una señal de virtud; hay pocas cosas más desagradables que un grupo de amigos indecisos, en el que nadie quiere hacerse responsable del plan de la tarde. Nos referimos, más bien, a esa lentitud interior de quien se posee a sí mismo y en sus acciones no se deja llevar por el principio físico de la acción y reacción. Una lentitud que también podría llamarse soberanía o elegancia de espíritu. Lo realmente importante en nuestras vidas no es tomar decisiones sin más, sin importar sus consecuencias, sino, sobre todo, qué estamos eligiendo y por qué, ya que cada acto de libertad es siempre un compromiso, es decir, poner en juego nuestra propia existencia. Solo si nos poseemos verdaderamente, si tenemos la costumbre de ponderar el real alcance de lo que estamos haciendo, no nos olvidaremos de los demás. Porque las demás personas aparecen en el horizonte de nuestra libertad cuando nos damos cuenta de que sólo otra libertad puede saciar una libertad. Pero para ganarse el aprecio de otra libertad, o mejor dicho, de otra persona, es necesario abrirse y dejar de lado todo afán de control. Ganar una sonrisa puede ser más valioso que la más grande recompensa. 

La lectura es un entorno propicio para encontrarnos con nosotros mismos, no sólo por el hecho práctico de que se trata de una acción profundamente personal –nadie puede leer por nosotros y un mínimo de separación del mundo que nos rodea es, por lo menos, muy conveniente–; sino sobre todo porque, para dejar entrar las palabras que vienen desde fuera, es necesario antes despertar en nosotros un profundo silencio interior. Todos tenemos la experiencia de haber leído una o dos páginas del periódico o de una novela, y de no habernos enterado de nada. Pero no debido a la dificultad del texto, sino, más bien, a nuestro revuelto mundo interior, que se esfuerza por ganarle a las palabras que estamos leyendo. Es la lucha de la palabra subjetiva —todos los pensamientos que tenemos en el corazón— en contra de la objetividad de la palabra leída. Pero precisamente en ese proceso interior descubrimos, por una parte, lo que llevamos dentro de nosotros mismos y nos importa en ese momento y, por otra, quizá más sutil, pero a la vez más importante para nuestra libertad interior, la capacidad de tomar ese mundo interior y decidir abrirlo hacia algo que va más allá de nosotros mismo. Cada vez que volvemos de una distracción a una de las palabras que tenemos delante de nuestros ojos, estamos tomando nuestro ser en las propias manos para hacerle entender que en ese momento hay algo más importante o, por lo menos, más necesario o más satisfactorio que nuestro pequeño mundo. Tener la capacidad del silencio interior es saber abrir una ventana hacia el mundo exterior.

Además, pocas veces dejamos que alguien o algo se adentre tan profundamente en nuestro ser como cuando leemos. Nuestras vidas están probablemente llenas de relaciones con otras personas. También permanentemente estamos recibiendo todo tipo de mensajes desde el exterior, muchas veces a través de imágenes que quieren despertar en nosotros unos deseos que hace pocos momentos ni siquiera intuíamos. La publicidad y la propaganda política, pero también todo tipo de informaciones apenas contrastadas, nos avasallan con facilidad y pueden hacernos confundir la realidad con un espejismo. La lectura reposada, en cambio, es una apertura al otro desde la propia libertad, en la que nuestro espíritu va dejando entrar paulatinamente —palabra por palabra— una existencia distinta a la nuestra. Como dice Proust en un ensayo sobre la lectura, en esa relación personal con un libro somos nosotros mismos: no necesitamos ningún tipo de fingimiento ni de preocupaciones por cómo le hemos caído, sino que podemos mostrarnos como somos; en cualquier momento podemos abandonar el libro y empezar a leer el siguiente. Pero también es un acto profundo de libertad permanecer en la lectura, ya sea por la convicción profunda de que el esfuerzo vale la pena o porque, por mucho que suene demasiado pragmático, es lo que tenemos que hacer, como las lecturas del estudiante para un examen.

De esta forma, la lectura se convierte en un proceso que va enriqueciendo nuestra libertad. Hoy en día está de moda hacer todo tipo de ejercicios para cuidar el cuerpo y así sentirnos mejor, es decir, capaces de rendir más y mejor durante el día. El permanente ejercicio de la lectura, es decir, buscar el silencio interior, abrirse a una realidad distinta a la nuestra y que va más allá de nuestros deseos inmediatos, y la reflexión ponderada de lo que estamos leyendo, hace que nuestro espíritu se mantenga joven. Por juventud de espíritu puede entenderse una flexibilidad que, por una parte, nos permite expresar exactamente lo que queremos y del modo adecuado a cada circunstancia y, por otra, nos ayuda a darnos cuenta de que la verdad se esconde en los matices, pequeñas diferencias de las que sólo un espíritu elegante puede percatarse, y nunca en frases provocadoras y demasiado generales. Entonces se puede actuar más prudencialmente, porque se toman en serio los aspectos más desconocidos, pero no por ello menos importantes, de la realidad, pero también se es más comprensivo, porque nos damos cuenta de que detrás de cada persona se esconde una biografía rica en decisiones y herencias, que nunca podremos abarcar del todo. Pero, sobre todo, la lectura nos hace felices, porque nos ayuda a relativizar nuestros éxitos y fracasos, y nos lleva a descubrir algo muy importante para nuestras vidas: abrirnos a los demás.

Puede ser que un lector sólo mueva los ojos a través de unas palabras, mientras el emprendedor los mantiene abiertos para descubrir la próxima oportunidad de éxito. Sin embargo, mientras este último camina por el mundo con unos ojos quizá demasiado conocidos, el lector alza una y otra vez una mirada de profunda apertura.

Gaspar Brahm
Agosto 2019